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El cielo nocturno estaba más calmo que nunca, las aves no emitían sonidos, el silencio era tronador. Su mente se partía al medio en una lucha consigo mismo, no dejaba de pensar en que si era incapaz de entender las señales de la selva, toda su vida habría sido una mentira.
La estática inconfundible en el aire (más los abundantes pensamientos), no dejaba de poner los cabellos de punta en el cuerpo del anciano paje. Esa noche había dormido aislado de su familia, los mensajes de más allá eran poderosos, pero poco claros, situación que lo ponía nervioso. Contrariamente a lo que le habían inculcado, el hombre seguía siendo impaciente a veces, y lo enervaba no poder descifrar lo que sucedía. No podía dejar de sentir olor a sangre en todos lados, en sus sueños hallaría su respuesta.
Sentado en la arena, el río arrullaba sus oídos, como un imán no puede evitar tirar su espalda atrás y acostarse para ver el cielo, sus estrellas, como cuando era niño… sus pesados párpados lo envuelven y por fin los ve: hombres con cabeza de yaguareté devorándose mujeres, arrancando sus carnes; él sólo se mantiene de pie en medio de la escena no se da cuenta de que está atrapado en un sueño. Su mirada se pierde dócil en las fauces de las bestias de pelambre maloliente, con garras en vez de dedos y fuertes piernas. Absolutamente ensangrentados no dejaban de pelearse entre ellos como carroñeros por su comida, tiñendo la arena de sangre, apagando los rostros suaves de esas niñas.
Uno de los hombres yaguareté, el más grande y extraño de todos lo mira fijamente y lo señala con un brazo. Esta bestia era diferente a las demás, era más alto y oscuro, el brazo con el que lo señalaba no tenía mano y era más largo y oscuro aún que el otro… de repente el hombre yaguareté le grita y de su brazo sale fuego y se oye un trueno que retumba en su mente… después de eso solo siente ardor, intenta palparse pero la tibieza de su sangre lo confunde, se mira y se pone a dar alaridos cuando descubre que hay un agujero que traspasa su torso entero.
Aterrado como nunca, sus propios chillidos lo despertaron afiebrado, nunca había recibido un mensaje así antes, los Dioses habían hablado. Al sentarse se da cuenta de que la arena donde dormía se había mezclado con su transpiración, adhiriéndose a su cuerpo. Se levanta apesadumbrado y se sumerge despacio en las aguas del río que se llevan sus lágrimas. Camina hacia donde todos los demás seguían durmiendo, enciende una fogata para ahuyentar el peligro, sabe que está cerca, pero… ¿dónde? En el cielo la luna creciente no deja de ahogarse detrás de una nube gris, el anciano paje no deja de rogarle al sol que venga pronto a rescatar a su hermanito luna que es su carne.
El fuego arde hambriento, se elevan sus llamas como lenguas sedientas, no fue solo un sueño algo le decían las señales, algo le falta al fuego, pero… ¿qué? Se acerca más se concentra y…
- ¡El crepitar!, ¡El crepitar del fuego no está! - grita desaforadamente.
Levanta al patriarca:
-Hay que estar atentos, hay peligro cerca, deben ocultarse entre los árboles, voy a averiguar que está pasando, prepárense para partir, ¡ahora mismo!-
-Pero es de noche, no es prudente-
-Es menos prudente desobedecer a los Dioses, ¡mira el fuego! El crepitar se ha ido, debemos irnos también.-
Una ráfaga de viento pasa entre ellos, con olor casi nauseabundo, le indica hacia dónde debía ir en busca del peligro. Como fuera de sí mismo, sale a correr siguiendo el viento entre los árboles; jamás había visto que el viento se comportara así, ni la luna, ni las nubes, ni el fuego... los dioses nunca se habían comunicado con él de esa manera, tan explícitos. Ahora no había dudas.
Sigue corriendo cada vez más rápido, sus sentidos se agudizan, puede oír cada una de sus pisadas entre las hojas que no dejan de caer al suelo, como si fueran lágrimas de la selva que no deja de llorar.
Reconoce el camino en la oscuridad, se dirige sin querer a la aldea de los hijos de su hermana, a la que desde que se casó y se marchó a su nueva casa y su nueva familia, no volvió a ver. Años pasaron sin recorrer el camino que los unía.
De golpe siente un fuerte golpe en un empeine, que lo arranca de sus pensamientos y lo tira al suelo y se queda allí justo lo necesario como para ver que la raíz de un árbol a su lado regresa a su lugar bajo la tierra, las hojas al caer cubren su cuerpo entero y atento escucha...inmóvil, estupefacto. Son ruidos como truenos, que nunca había oído antes y gritos ahogados en sangre, muchos, cada vez más, cada vez más fuerte. Se arrastra despacio hasta quedar bajo un arbusto y se adelanta para observar, quita las ramas y a lo lejos siguiendo esos espeluznantes sonidos a la luz de la hoguera los ve al fin. Hombres yaguareté.
Devorándose a la aldea, con varas negras en los brazos que lanzan truenos y fuego que perforan los pechos y cabezas de las personas. Nunca había visto hombres así antes, con la piel tan pálida, cabello en sus mejillas y bajo la nariz que les cubría la boca. Que reían y disfrutaban de la matanza como yaguaretés hambrientos.
Parecían bestias que cortaban las gargantas de los ancianos y de los que se resistían, que ataban las manos y pies de los hombres más jóvenes y los niños, uno tras otro para llevárselos seguramente. ¿Son tan insaciables que se los llevan para devorárselos después? …pensaba.
Ataban en otro extremo a niñas y mujeres junto a sus bebés, una detrás de la otra, con las manos, cuellos y pies unidos a la siguiente, preparadas para ser arrastradas...
Uno de los hombres yaguareté, levanta un niño de no más de un año de edad, lo sostiene de un pié mientras la criatura no deja de gritar, lo sostiene alto sobre el fuego y su madre abrazando la pierna del monstruo no dejaba de clamar por piedad y misericordia, prometiendo que ya no intentaría escapar. Toma al niño arrojando a la madre al fuego.
El paje ahogó un grito con sus manos, descubriendo que era su hermana la que quemaban viva, dejando tirado a un lado al niño, que ya no lloraba.
Se tapa la boca no puede evitar sollozar, el monstruo se da vuelta hacia su dirección y se queda mirando justo en dirección al arbusto donde se ocultaba el paje. Nunca olvidaría esa mirada depredadora.
Cuando los hombres yaguareté se alejaron llevándose sus presas el paje como una centella invisible corre y se abalanza sobre el niño que yacía en el suelo a un lado de su madre aún en llamas. El olor de la sangre regada, y la carne quemada penetraba los sentidos. Toma al niño y descubre que sólo estaba desmayado. El Dios creador padre primero de todas las cosas le tuvo compasión y lo salvó durmiéndolo para que pensaran que estaba muerto, a los yaguaretés no les gusta la carne muerta. Les gusta sentir como se apaga el pulso, mientras aprietan la garganta. El Dios padre creador tenía seguramente un gran plan para ese niño.
Siente nuevamente la ráfaga de viento que lo había llevado hasta allí que le anunciaba la hora de regresar con su aldea, había que huir de las bestias, que irían tras el resto de su familia tarde o temprano.
Corre con el viento, corre rápido con el bebé en brazos. Había que huir lejos. Mientras corría aturdido pos sus pensamientos y el recuerdo de esas risas macabras, el niño se despierta y como comprendiendo todo, solo abre grande sus ojos con una mirada tan profunda (se llamará el que descubre el interior del alma con su mirada, pensó el paje).
Las primeras exhalaciones del sol lo reciben cuando llega a su aldea. Sus rayos lo bañan, siente su energía vital. Desoyendo las faenas habían comenzado ya en la familia, sin percatarse ellos del peligro. Grita:
- ¡¡Hijos, hijas!! Este niño que tengo en brazos es el único sobreviviente de la familia vecina. ¡Hombres yaguareté acaban de atacarlos y devorarlos!-
Todos lo miraban incrédulos, no querían creerle, eran dos aldeas separadas, pero seguían siendo familia. Muchos de los hijos nacidos allí fueron al casarse a la aldea vecina, y al revés. Estaban conectados en sangre y alma.
-Este niño es carne de mi carne, hijo de mi hermana.-
Lo abraza fuerte tratando de no levantar la mirada, la vida había sido buena con el, temía que fuera una revancha por haber recibido demasiado.
-¡Hijos!... Los hombres yaguareté vendrán hacia acá, hay que irnos.- solloza.
-Pero padre, ya ellos comieron, las bestias deben ya de estar satisfechas.-
-Éstas no, son malvados, tienen sed de muerte y se alimentan del terror en los ojos de sus víctimas. ¡Yo los vi!... hay que irnos.- les exclamaba.
Incita a varias mujeres a que alcen sus hijos pequeños a sus espaldas, y sólo se lleven lo imprescindible, sabían que la selva los ocultaría y proveería.
Mientras tanto, los asesinos no hacían más que imaginarse en que se gastarían el dinero obtenido con su trabajo de limpieza de salvajes, y la afortunada idea de su líder de vender también a los sobrevivientes. El trato inicial era sólo matar todo lo que camine y genere un problema. Pues esas tierras significaban grandes riquezas y había que eliminar a los salvajes de allí. Ese era un trabajo muy sencillo ya para ellos, eran mercenarios pagados por poderosos.
Iban los hombres yaguareté de regreso a su campamento, debían atravesar un tramo de selva y llevar a las presas obtenidas a venderlas a una hacienda, yendo en una embarcación por el río.
- ¡NOO! - Gritó el líder- olvidé mis binoculares en el campamento de los salvajes. ¡Tienen mi nombre en ellos!… ¡Hay que regresar! ¡Los quiero! Fueron un obsequio de un gran cazador inglés que conocí en África. Es para recordarle a todos lo bueno que soy haciendo esto, ¡ja ja ja ja!-
-¡Ya oyeron al jefe a buscarlos!-
-Uds. Lleven a los indios a la barcaza, nos encontramos ahí al mediodía, ¡ni piensen en dejarnos acá!-
-Tranquilo jefe, esta es gente de confianza, además usted tiene el dinero jaja.-
-Vámonos. No quiero perder más tiempo.
Una brisa caliente sopló en la nuca del paje, los asesinos pronto estarían tras sus pasos. Emprendieron la huida, la selva iba cerrándose tras ellos, había que avanzar dándole la espalda al sol, pues los hombres yaguareté se ocultan tras sus rayos. Éstos avanzaban sin pausa cortando todo a su paso con sus machetes, eran cinco los que se desprendieron del grupo para iniciar la búsqueda, no había que dejar huellas, sino sería un trabajo mal hecho, que podría tener malas consecuencias.
Estaba amaneciendo ya, pero el aire se tornaba cada vez más raro, más denso, no se dejaba respirar. La niebla era cada vez más espesa. En sus años de cazador Mr. Jack nunca había visto que la niebla cubriera de esa forma la selva, nunca había visto un amanecer más oscuro. Los faroles amenazaban con apagarse, una brisa helada rozaba sus cuellos, era mal augurio para los bandeirantes que lo acompañaban, ellos habían escuchado de innumerables historias de los espíritus que se vengaban de los invasores.
-Mr. Jack ¿usted no sabe que hay espíritus aquí? Espíritus de la guerra-
-No molesten al jefe con esas historias, no sean cobardes y sigan adelante.-
-¿Qué les pasa a tus hombres que no apuran el paso? ¡Quieren más dinero!- se quejaba el líder de la operación con su segundo al mando.
-No señor, sólo que son unos pobres creyentes y estas tierras están pobladas de muertos.-
-Los muertos, muertos están capataz, no se levantan de la tierra.-
Cuando llegaron al campamento, el olor a sangre en el ambiente era ya insoportable, sólo habían pasado unas horas desde el acarreo y la podredumbre de los cuerpos parecía diabólica. Inconcebible.
El asesino-cazador de cabezas llamado Jack Winston era un inglés de mirada fría. Sus ojos celestes parecían ser reflejo de témpano. Jamás se lo había notado nervioso ni demostraba algún sentimiento hacia sus presas, ni hacia los que lo acompañaban. Su sola mirada dejaba pasmado. Era el mejor en su trabajo, lo que hacía sabía como hacerlo. Había pasado su infancia acompañando a su padre a la caza de esclavos en África, pero ya el mercado clandestino de negros se había reducido tanto que decidió probar suerte con otra especie de presa, el indígena americano.
Winston era un caballero de finos modales y muy culto, de impecable disciplina y ni una sola arruga en los pantalones. De familia noble, sabía lo que era vivir bien, digamos que era un ser sumamente civilizado, pero se dedicaba a la caza de cabezas de indígenas para vender como animales de carga. Miraba sus víctimas y lo que veía no se diferenciaba de un jabalí.
Al llegar al campamento desnudo de todo vestigio de vida, comenzó a patear los trastos, para ver si encontraba sus prismáticos, herencia del negocio familiar que templó su carácter como acero. Vio un pequeño destello de luz a unos 20 metros , a un lado de un fogón ya extinto, con el lazo de cuero trabajado que sirve para llevarlos del cuello, enredado entre los dedos carbonizados de la joven madre que luchó como una fiera por la vida de su bebé... ¡El niño!!...
-¡Dónde está el niño!!-
Recordó la escena, cerró los ojos para visualizarla. El tomaba a un niño de no más de 12 kg . Por uno de sus tobillos, que gritaba, hasta que arrojó a la madre al fuego, se había convertido en una molestia. Y el niño se había muerto, había dejado de llorar, así es que lo dejó a un lado para continuar su camino. Allí es donde había perdido los prismáticos, pero ahora había desaparecido el cuerpo del niño.
-Se lo habrá llevado un animal jefe. Hay perros salvajes en estos bosques.- Racionalizó el capataz.
- No, alguien se lo llevó. Alguien que nos estaba observando.-
Jack Winston era un excelente rastreador, no era la primera vez que un esclavo intentara escaparse... intentara, porque jamás uno se le escapó.
-¿Sabe usted sr. Jonas lo que significan estas huellas?-
-No lo sé Mr. Jack, sólo veo hojas pisadas.-
-Eso es porque usted no encontraría su propia nariz en la oscuridad. Esto significa que tenemos un fugitivo. Y quiero su cabeza.-
-Pero es sólo un hombre con un niño jefe, tiene usted ya más de 25 cabezas para vender.-
-Pues tendré 27, a mi nadie se me escapa. Es cuestión de principios, es mi reputación, mi prestigio el que está en juego.-
-Pero sólo estamos nosotros en medio de la selva... ¿quién lo sabrá?.-
-¡Yo lo sé! Y eso es suficiente. ¿Qué podrás saber tú de principios? No olvides esto: es solo un nombre lo que te diferencia de los salvajes, si quisiera podría venderte también.-
Se quedaron midiendo fuerzas con la mirada un par de segundos, y el cazador comenzó a rastrear su presa sin importarle si los hombres lo seguían o no.
La arboleda y pastizales eran como un libro abierto, que sólo debía seguir. Los rastros los introdujeron en una pequeña senda, muy bien disimulada.
-Creo que estamos por hallar el premio mayor... vamos camino a otro hormiguero.-
La tierra parecía latir bajo las botas de los cazadores brasileros, eran bandeirantes que lo único que respetaban eran las señales del submundo.
Los cuentos que escucharon sobre los espíritus guaraníes que cuidaban de los niños y de los bosques los aterraban. Siempre desaparecían hombres inexplicablemente. Sabían de lo que eran capaces los espíritus vengativos guaraníes, estaban en los árboles, en los animales, en los ríos, en el aire.
Habían oído historias de mujeres hermosas que con sus cantos atraían a los hombres a los esteros o ríos profundos encantándolos hasta ahogarlos.
Tal vez gozaban con desgarrar la carne negra del indio, pero respetaban las historias de seres fantásticos que vengaban a sus víctimas.
Siguieron avanzando, el sol a sus espaldas calentaba sus coronillas, y sentían al mismo tiempo un frío lúgubre en sus tobillos.
Encontraron a lo lejos un claro, y una débil columna de humo blanco, desmenuzándose en el aire que inflaba los pulmones y quería provocarles hiperventilación.
Junior, el capataz, iba apartando la maleza con su machete para dejar lugar a su patrón, así encontraron un pequeño claro en el bosque, que los conducía a un chocerío... abandonado.
Agachándose a sentir el calor de la fogata ahogada, el olor de maíz fresco y los quehaceres interrumpidos bruscamente afirmó:
-Salieron sólo hace un par de horas, deben ser al menos unas 20 cabezas grandes, y otras 10 chicas. A seguirlos rápido, los alcanzaremos enseguida. Están muy cerca, puedo sentir su hedor.-
Winston continuó adentrándose en la selva, hacia el oeste, en contra de los consejos de los bandeirantes que lo acompañaban. Él era un hombre racional y no iba a dejarse llevar por cuentos que asustan a los niños para que vayan a dormir su siesta.
-Es muy simple... no hay trabajo, no hay dinero.-
Los cazadores brasileros entendieron muy bien el mensaje, y sir Jack Winston era muy generoso con los que trabajaban bien, pero cruel de naturaleza.
Los cazadores comentaban que seguramente su madre no lo había amamantado, ni había tenido una madre de leche, para ser tan despiadado como era.
Comentaban también la osadía que tenía para matar hasta a sus propios contratados cuando lo desobedecían. No soportaba motines ni rebeliones.
A pesar de las advertencias, comenzaron a caminar por los pequeños senderos, adentrándose más y mas entre la vegetación que se volvía oscura, húmeda, impenetrable. Con ruidos en todos lados, en poco tiempo estuvieron perdidos.
Los hombres pedían para regresar, pero sir Jack estaba enceguecido de odio y deseos de venganza. Nunca una presa se le había escapado, y necesitaba encontrar al indio que se llevó a ese niño. Encontrar al que se rió de él en su propia cara. Como cuando era un niño, no soportaría que nunca nadie se riera de él en su propia cara.
Eran 6 en total con Jack los que comenzaron la funesta cacería....
Se oían pasos en todos lados, como si los estuvieran siguiendo, atrás y a los lados.
-sir Jack, señor nos siguen-
-no seas infantil, es sólo tu mente que está jugando con tigo. Nadie nos sigue, estamos solo nosotros en esta miserable jungla llena de insectos y negros malolientes como ustedes-
De repente sólo se escuchó un fuerte viento y un sonido gutural ahogado... como un zumbido...
El calor de la mañana, y la luz que comenzaba a filtrarse entre los árboles engañaba a los hombres, los ruidos eran más intensos que nunca...
Cuando los hombres se percataron, solo cinco caminaban por el siniestro sendero que los conduciría a su muerte.
Una fuerte y fría brisa traspasaba sus cuerpos y penetraba sus huesos. Los brasileros estaban espantados. Los peores temores de sus vidas se estaban haciendo realidad, los espíritus de los árboles y la selva se estaban vengando.
-Ese maldito inútil escapó como una rata, y ustedes si no caminan van a terminar en los árboles con una soga en el cuello-
Asumieron que el desaparecido sólo se había auto extraviado, para no continuar el camino, y que lo encontrarían a la vuelta en la embarcación para poder desquitarse con él. Pero presentían la verdad, presentían el peso de una mirada aguda desde las copas de los árboles, presentían que los estaban siguiendo y no los dejarían irse así nada más.
Una espesa gota roja cayó tras ellos. No se dieron cuenta de que su compañero los aguardaba inerte sobre sus cabezas. Cubierto de sangre, como una roja fruta de un árbol, doblando una rama con su peso.
Un poco más adelante, el chamán y su familia, seguían avanzando. Hacia el sur les mandaba su padre original, el primero ir. Podían leer todas las señales en la naturaleza. El chamán sabía que los seguían, podía sentirlos. Les pidió a los jefes de la aldea, al cacique que continuaran sin él, debía vigilar que los hombres yaguareté no los alcanzaran.
Ese día la humedad era extraordinariamente profunda, agudizaba todos los sentidos, hacía casi imposible la respiración agitada y sus cuerpos eran banquete para insectos.
Los cazadores avanzaban despacio, sabían que estaban cerca, pero lo que no sabían es que el chamán los había encontrado ya, y oculto tras la maleza, conjuraba con sus oraciones a su padre el primero para que los castigara por sus crímenes y sufrieran en su carne la carne de los demás, de todos los que ellos apagaron sus fuegos...
Continuaron así su camino, sin importarles nada.
De repente un haz de luz cegó al inglés y cuando se dio vuelta, ya ninguno de sus hombres lo seguían...
Pensó que lo habían abandonado, y se puso a maldecirlos... una gota caliente sobre su hombro lo detuvo, al verla se dio cuenta que se trataba de sangre.
Al mirar hacia arriba, como frutos rojos colgando, sus cuatro hombres ensangrentados colgaban de las ramas de los árboles. Cumpliendo su condena, los demonios se los llevaron para devorarlos.
Asustado miró para todos lados, pensando que lo seguían, pensando que sería el próximo...
Presentía su final, los recuerdos comenzaban a abrumarlo, los rostros de los que mató y torturó invadían su cabeza... sus pensamientos no podían alejarse, sus crímenes lo ahogaban.
Un fuerte dolor de cabeza empezó a sofocarlo... lo tumbó de rodillas al piso...
Solo veía penumbras.
Entra unos matorrales, vio unos ojos amarillos que lo observaban, asustado se tiró hacia atrás intentando levantarse para huir se cayó y quedó tirado en el suelo.
No podía levantarse, intentaba pararse pero no podía ponerse en dos piernas.
El cuerpo le dolía terriblemente, sus sentidos se agudizaban, podía escuchar mil sonidos distintos, podía oler todo lo que estaba a su alrededor. Sabía que un hombre lo estaba mirando, pero ¿quien? ¿Que le estaba pasando?.
La vista comenzó a aclararse, y gateando intentó incorporarse una vez más. No pudo. La luz del sol dañaba sus ojos, intentó restregárselos con una mano y sus uñas lastimaron su piel, cuando pudo verse no se reconocía, tenía garras en vez de uñas y pelo por todos lados. Asustado levantó la mirada y vio a un indígena con adorno de plumas en la cabeza... éste debe ser el maldito indio que se llevó al niño, y que nos estuvo siguiendo.
Quiso hablarle pero solo ruidos salían de su boca, sin poder pronunciar una sola letra.
-Nuestro padre el primero, creador de todo lo que ves te ha castigado hombre yaguareté. Desde ahora serás yaguareté y te convertirás en el que huye y se esconde. En el que caza sólo para vivir. Vivirás con sangre en las fauces, oculto para siempre-.
El hombre yaguareté salió corriendo, intentado huir de su castigo, intentando huir de su destino, de sí mismo. No dejaba de oler sangre y carne en todas partes...
Hasta que llegó al río, y divisó su barcaza. Intentó pedir ayuda, se acercó a sus hombres, pero éstos se asustaron y no lo reconocieron. Dos de sus hombres le lanzaron una red encima, no podía creer lo que le sucedía. Esto no era mas que un mal sueño, una horrible pesadilla. Pero no podía despertar, estaba atrapado en el cuerpo del yaguareté, el hombre yaguareté, había dejado de ser hombre, había dejado de ser cazador.
Uno de sus hombres se aproxima con un rifle, y o mira directamente a los ojos, para dispararle.
Intenta frenarlo, pero solo rugidos y gruñidos salen de su boca. Ni siquiera podía rogar por su vida, no era más que un animal para ellos, una presa que valía el peso de su piel en oro.
Atrapado en su propia red, cuanto más se movía más se enredaba. Miró de frente al destino que lo aguardaba, y una de sus armas produjo un estruendo que espantó a las aves apagó la luz que lo cegaba, silenció los mínimos sonidos que lo atormentaban y sumergió en sangre los olores que lo inundaban. Esta vez la sangre lo liberó.
Sus hombres, tomaron al yaguareté calculando cuanto podían sacar por la piel, un bonus extra...
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